Al abrir los ojos, volvieron a ser dos. Ella. Él. Ambos. El mundo quedó reducido a las sillas y la mesa de madera que los separaba en silencio. El circo ambulante y febril de lo ajeno se extinguió en un relámpago de memoria y sentimiento. En apenas un segundo, veintitrés años de ausencia habían quedado reducidos a un instante, a un parpadeo que unía en lágrimas la despedida y el reencuentro de quienes se amaron con la feroz sencillez de los que son libres para hacerlo. Con los labios cerrados y los ojos abiertos, sólo la emoción supo el camino correcto para decir lo que cualquier palabra habría convertido en imperfecto. Lágrimas llenas para palabras huecas. Juntaron sus manos. Sabían que no tendrían tiempo suficiente para recordar todo lo que compartieron ni para contarse lo que no vivieron. Nunca es buen momento para el vals de la nostalgia cuando la ausencia quiebra como aullido y el vacío pesa, duele y rasga. Por eso bastaron unos segundos para que dos rostros a punto de derrumbarse se dijeran lo fundamental. Te quiero, ayer, hoy, siempre.
No hay comentarios :
Publicar un comentario