Apagas la televisión y sigue ahí. Silencias la radio y sigue ahí. Pliegas los periódicos y sigue ahí. Cierras internet y sigue ahí. Evitas hablar de ello y sigue ahí. La devastación gélida del espanto. El inmenso mar sin palabras del horror. La reverencia asfixiante de saberse esclavo de la muerte y lo inesperado.
Lo intentas todo: esquivarlo, distraerlo, comprenderlo, superarlo, ignorarlo, aceptarlo...y fracasas. Y entonces lo entiendes. Entiendes que el dolor nunca se irá. El dolor, tan hondo, profundo, honesto y cruel, clava sus raíces como dientes. Es un eco amargo que se vuelve trueno y que nunca, por muchas ilusiones que te hagas, dejarás de escuchar su rumor de luto y grito.
Tu cabeza se torna en un collage atropellado de imágenes y sonidos, ajenos pero que haces egoísta y humanamente tuyos y que erizan tu piel como el viento un campo listo para la cosecha. Así siembra la muerte. El fin que viene.
Sientes cómo todo deja de tener un sentido y un significado. Sientes que estás vivo como de prestado. Sientes que la existencia tiene sabor a fracaso. Sientes que quizás el alivio sería darlo todo por acabado. Es el momento en el que comprendes que el vacío te está minando como un río subterráneo, dejándote hueco de vida, jodiéndote la chispa, matándote la llama. Y te sientes culpable no por saberte tan insignificante, sino por ser tan gilipollas. Porque creíste que era tiempo de asirlo todo con pensamientos y palabras. Y no. Ahora sólo toca el silencio. Sólo las lágrimas.
No hay comentarios :
Publicar un comentario