jueves, 7 de noviembre de 2013
Preparativos
Aquel iba a ser un día importante. Con el cuerpo aún húmedo tras la ducha caliente, alzó la mano, descolgó el albornoz de algodón egipicio y se sumergió en la neblina vaporosa que desdibujaba su cuarto de baño minimalista. Limpió de vaho el espejo, encendió un pequeño halógeno, cogió del estante su cepillo de dientes, aplicó sobre las cerdas su pasta dentífrica blanqueadora, la humedeció bajo el hilo de agua del grifo y se cepilló enérgicamente la boca cuatro veces, de derecha a izquierda y de arriba a abajo. Llenó un vaso con agua y se enjuagó la boca mientras contaba mentalmente diez segundos. Escupió. Volvió a beber, volvió a enjuagarse durante diez segundos y volvió a escupir. A continuación, aplicó nuevamente la pasta sobre el cepillo y se lavó la boca cuatro veces otra vez y repitió los enjuagues. Seguidamente, limpió el cepillo y lo colocó dentro del vaso. Cogió su colutorio de sabor mentolado, bebió un sorbo e hizo un último enjuage durante treinta segundos antes de escupirlo. Se quitó con cuidado el abornoz, lo colgó en el perchero junto a la ducha y así, desnudo, volvió ante el espejo. Buscó su aceite hidratante y empapó y masajeó todo su cuerpo con él. Mientras su piel asimilaba la loción, acercó su rostro al espejo y escudriñó cualquier imperfección que detectara en su piel, ya fuera vello no rasurado o un punto negro. Descartó afeitarse pero sí cogió su gel facial tonificante con efecto exfoliante y se lo aplicó concienzudamente por toda la cara. Durante cinco minutos, se quedó completamente inmóvil. Luego, una vez el gel ya había hecho efecto, se lavó en el lavabo con agua fría, empapó delicadamente su rostro en la toalla bordada con sus iniciales y limpió con ella las salpicaduras que había en el espejo y alrededor del lavabo. Tras doblarla perfectamente, dejó colocada la toalla en el toallero. Cogió su desodorante con olor a polvos de talco y se impregnó con él axilas y pecho. Dejó el spray en el estante y tomó su gel fijador con efecto mojado. Se empapó con él las palmas de las manos y untó con él su suave y largo cabello negro. Finalmente, se peinó escrupulosamente hacia atrás sin dejar ni un solo pelo al azar. Se lavó las manos con alcohol desinfectante dos veces. Apagó la luz. Salió del baño y sus pasos se perdieron por la tarima del pasillo, apenas alumbrada por las primeras luces del amanecer que se filtraban por el ventanal que daba acceso a la piscina del jardín. En su vestidor, rodeado de decenas de corbatas, camisas, trajes, zapatos, gemelos, relojes...hasta la ropa interior aparecía iluminada como un objeto de museo. Sus pies cruzaron la moqueta de aquí para allá intentando configurar el conjunto que llevaría aquella mañana. No podía ser cualquiera. Ese día no. Aquel iba a ser un día importante. Le iba a conocer mucha gente. Escogió la corbata de seda roja que había comprado en Milán el verano pasado, la camisa blanca que había pagado con tarjeta en Londres durante las rebajas, el traje gris perla con el que festejó la pasada Nochevieja en Nueva York, los mocasines que había comprado en París la última primavera y los gemelos de plata que le había regalado su mujer por su sexto aniversario de boda. Impecable. Perfecto para un día tan importante como aquel. Sólo quedaba un detalle más. Entró en su despacho, cogió su teléfono móvil y llamó a la oficina. Pidió a su secretaria que cancelara todas sus reuniones y que se disculpara en su nombre sólo con quien fuera estrictamente necesario. Se despidió amablemente y colgó. Aquel iba a ser un día importante. No convenía que en el trabajo se enteraran. Aún no. Metió su móvil en el bolsillo y fue al salón. Se sentó en el chesslong de cuero negro, se descalzó y encendió su televisor de plasma de ciento veinte pulgadas. Aún no habían comenzado los informativos matinales. Sonrió. Entonces, se dio cuenta de que había olvidado algo. Volvió al aseo, cogió el exclusivo frasco de colonia que había comprado previa reserva por internet y se perfumó el cuello y las manos. Ahora sí. Ya estaba preparado. Retornó al salón, se sentó en el chesslong y apagó el televisor. No quería distracciones. Sacó su telefóno móvil, marcó y con una voz serena y cordial dijo: "Policía, he matado a mi mujer". Un minuto más tarde, la conversación había terminado y él seguía sentado en su chesslong, mascando pausadamente chicle con sabor a menta polar mientras contemplaba el cuerpo decapitado de su mujer, caído junto a sus zapatos, tal y como lo había dejado anoche. Sí. Aquel iba a ser un día importante.
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