A veces pensaba que madurar consistía en aprender a vivir sin cimientos. Prepararse para caer dignamente y encontrar buen cobijo en tierra fértil. Así se le ofrecía el mundo cada vez que buscaba gérmenes y orígenes, cualquier tipo de arranque que justificara el esfuerzo de vivir cuando ya se sentía muerto y, sin embargo, expectante en un mundo vacío de él.
Cerraba entonces los ojos con tal gravedad que no importaba no volver a abrirlos. Y su memoria le abrigaba el cuerpo con recuerdos de sonidos reconfortantes y reflejos cálidos. El motor de una máquina de afeitar acariciando otra cara, el susurro de la mopa desplazándose por el mismo suelo en el que descansaban sus pies, un plumero a su espalda sacando las cosquillas al teclado de un ordenador. Susurros calmados y luces intermitentes. Sol de otoño sobre un cuerpo que, ya por costumbre, envolvía en anorak viejuno, mortaja sin almidón, restos de vida, traje espacial.
Recordaba todos los segundos de placer vividos. Podrían reducirse a unas cuantas horas quietas. Sedadas. No me importa si no abro los ojos nunca más.
Deseaba una suerte de placer sin falsas esperanzas, limpio de recuerdos. El inicio de un viaje eterno preñado de conciencia clara. La ternura de un dios que le dejara descansar hasta mañana con la luz encendida. La certeza de un sentido.
sábado, 9 de noviembre de 2013
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