Los dos estaban aburridos junto a la piscina. Katherine, bajo una sombrilla, una pamela de paja y unas sofisticadas gafas de sol. Matthew, bajo un peluquín grasiento, un ceño fruncido y mil pensamientos a ninguna parte. Sólo el sonido del aspersor refrescaba el silencio. Ella, con un bikini pensado para una mujer con treinta años menos, leía una revista de moda, soñando que su vida fuera otra o que su marido fuera otro. Él, pellejo y hueso, sentado en la orilla, buceaba con la mirada buscando el pecio de su matrimonio. En algún lugar de la hierba sonó un teléfono móvil. Una melodía anodina que no resucitó a ninguno de los dos pedazos de carne. Por un momento, el risueño gnomo del jardín pareció mirar hacia la llamada perdida mientras aguantaba estoico la enésima micción de un viejo Yorkshire con problemas de próstata. Luego, mutis por la nada.
Las horas pasaron, el jardín se quedó vacío, pero el desinterés seguía allí, transformando aquel chalet en el parque temático de un fracaso.
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