Las
columnas rígidas del templo se perdían en la oscuridad absoluta de
la cúpula, que estaba a kilómetros
del alcance de mis dedos extendidos, como si quisiera albergar todo
lo posible y, sin embargo,
solo me contenía a mí. Mis pasos retumbaron en el mármol como si
una avalancha de personas
me siguiera, mientras que el sonido de mi respiración alcanzaba cada
rincón de aquella inmensidad
vacía. Era mi refugio de siempre, donde ya nadie podía herirme, ni
ofenderme, no podía hacerme
daño, porque las paredes eran demasiado gruesas, y el techo alto,
porque las ventanas eran del
todo opacas. Cerré la puerta con cien cadenas de acero y tiré todas
las llaves a lo más oscuro del templo.
Él tendría que venir a disculparse, echar la puerta abajo si era
necesario, e hincar la rodilla en
el suelo de marfil, porque era él el que tenía que hacerlo y no yo,
eso era impensable, cuando una lleva
la razón no debe pedir perdón, de ninguna manera, eso era lo que él
esperaba, que corriera por todo
el templo buscando las cien llaves sin poder aguantar ni un segundo
más su ausencia y me rindiera
en sus brazos de nuevo. Sin embargo, siempre me han dicho que hay que
tener la cabeza alta
y que no se puede aceptar que nadie pase por encima de una. Me senté
en la parte más oscura del
templo, que también era la más fría, me agarré fuerte las
rodillas y levanté la cabeza con los ojos cerrados
para que así nadie pudiera ver mi pena, si nadie la notaba no
existía, si yo tampoco pensaba
en ella tal vez desapareciera. Por suerte, había tirado las llaves
lejos y las cadenas eran fuertes,
porque tenía impulsos de correr hacia la puerta, esos impulsos tengo
que controlarlos,pensé,
porque era él quien tenía que regresar y echar la puerta abajo de
tantos ruegos y tantas súplicas,
así que me quedé quieta en la oscuridad y dejé pasar mucho tiempo,
con un ojo siempre puesto
en la entrada. Entonces me pregunté si todo el mundo tendría
templos tan grandes como el mío,
o torres altísimas de peldaños empinados, o muros insondables, y si
se refugiarían allí constantemente,
y pensé que siempre habría alguien que tendría que dar el primer
paso. Quizá él también
había hecho lo mismo que yo, que me estaba esperando en algún lugar
mirando hacia arriba,
aunque eso era totalmente incoherente, porque me había dañado, él
lo sabía, que mi dolor era terrible,
por eso él tenía que disculparse y no yo, no había derramado ni
una lágrima y no lo haría jamás
delante de él, y él me conocía lo suficiente para saber que no
cedería. Me levanté en mi templo
cada vez más oscuro y más frío, sin una luz que entrase por sus
ventanas opacas, donde no había
un fuego que calentara el interior, y mientras pensaba en seguir allí
el tiempo que hiciera falta, sin
embargo, temí por un momento que no hubiese nadie acechando fuera,
nadie que pudiera sentir mi
tristeza, ni siquiera alguien que pudiese verme y supiera que yo
estaba ahí.
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