El mundo de Carol era sencillo, como una caja de recuerdos. Una casa de madera en un mar de trigo bajo el inmenso acuario del cielo. Una tumba junto al porche, modesta como una nota a pie de página. Un buzón oxidado donde sólo entraba ya el olvido. Y un perro viejo al que le daba pereza ladrar.
Carol era una mujer menuda y enjuta con la cabeza llena de recuerdos recogidos en un precioso moño cano que todas las mañanas se arreglaba con coquetería frente al espejo. Por su piel había pasado la vida y el tiempo dejando un mapa de arrugas; la historia secreta de las emociones. Y no vestía de luto, porque pensaba que el negro no hacía justicia a quien puso color a sus días. Así era ella.
La crónica de su vida no tenía grandes titulares. Era una epopeya mundana. La historia de quien sin ambicionar nada conquistó la felicidad. La bitácora de una conciencia que siempre navegó por aguas tranquilas. El sereno estruendo de quien nunca tuvo necesidad de alzar la voz. El murmullo de un triunfo.Pero siempre tuvo un asunto pendiente: el cielo. Y no el edén que prometen las religiones sino el infinito teatro que regalan las noches de verano. El paisaje para el que, desde niña, en lugar de palabras sólo tuvo ojos y horas. El refugio inalcanzable al que siempre volver. El confidente eterno.
Aquella noche el verano apretaba la piel contra la ropa y el campo dormitaba exhausto entre las nanas de las cigarras. Carol, con mil ochenta meses hormigueando en su memoria, estaba en el porche, mirando al cielo. En su mente, preguntas atropelladas por una curiosidad casi infantil. En el cielo, la respuesta hecha añicos azulados, como luciérnagas de hielo. Una brisa repentina y fugaz le descolocó un mechón. Sonrió. Dijo buenas noches a la tumba y se metió en casa.
A la mañana siguiente, todo se había puesto de nuevo en movimiento. Excepto Carol. Su habitación olía al perfume que discretamente se echaba detrás de los oídos y desprendía una calidez entrañable, como de pan recién hecho. Ella estaba en su cama, tumbada, vacía. En su rostro, ni alegría ni dolor ni espanto; serenidad. Sus ojos, sus preciosos ojos azules, abiertos y en ellos, moviéndose por siempre, todo el cielo.
Qué bonito Javi.
ResponderEliminarSi, qué bonito.
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