jueves, 27 de junio de 2013

Una decisión difícil. El precio de la esperanza III

Lector, si no has leído mi post anterior, esto puede no tener sentido para ti. 

Pues no, yo no estaba enamorada de mi novio. 
Nos habíamos conocido en una página de contactos para gordos. Era muy humillante registrarme en un sitio así. Idas y venidas del ordenador al frigorífico, mortificada por estar considerándolo, por imaginar mi foto expuesta junto a la de jovencitas tetonas disfrazadas de Miss Talla XXL. Tardé mucho en decidirme. Pero, era ahora o nunca.

Tengo la edad en que las mujeres que no son tan gordas como yo tienen mucho miedo. El poder ha cambiado de manos. Sus hijas han dado un golpe de estado. El nivel de sus hormonas femeninas se vuelve flácido y se desliza a toda velocidad hacia el cero. Al principio, el vértigo las deja paralizadas y, cuando reaccionan, quieren caminar para atrás. Se convierten en virtuosas de la observación y la comparación. Podrían calcular el peso y la edad de cualquier otra mujer con una desviación mínima. Confían en engañar al ojo experto y arrugado de las otras con artesanía corporal más o menos habilidosa, restricciones y sudor.
Ellos, a esa edad, no lo dicen pero, no se dejan engañar. Al mirarlas, unos ven a su santa esposa, otros a su santa madre, otros a su sensata hermana y otros las ven en el último tramo de la franja de mujeres deseables, a punto de ser descartadas. Sus hormonas viven un ciclo diferente. El tiempo, un poco más adelante, los hundirá, a ellos también, en la segunda división. 
Yo no juego en esa liga. Mi categoría es otra.  

Además de gorda soy fea. No es modestia. Soy objetivamente fea.
El pelo, abundante, moreno y fosco, me nace en la mitad de la frente. Y en muchas otras partes del cuerpo donde no hace bonito. De los ojos, pequeños y muy pegados a la nariz chata, lo mejor que puedo decir es que el estrabismo, con las gafas, no se me nota mucho. Los labios, delgados, dejan al abrirse una apertura escasa, como si estuvieran cosidos con unas puntadas en las comisuras. La textura de mi piel es granulosa y exuda grasa. De verdad, soy fea. Y no, no soy muy simpática. Es muy duro ser fea. Te amarga la vida. Es peor ser fea que ser gorda. Se debería catalogar la fealdad como una discapacidad y desgravar en la declaración de hacienda. Ni siquiera inspiras compasión, como un cojo o un ciego, sino hilaridad y un poco de repugnancia. Y alivio porque te ha tocado a ti y no a ellos.

Así que, no tenía miedo de perder un poder que nunca había tenido ni de dejar de ser deseable porque nunca lo había sido. Las hormonas, en mi caso, actuaban de forma diferente. No me abandonaban porque los estrógenos tienen apetencia por la grasa. Lo sé porque soy bióloga. Y soy bióloga porque quería ser pintora. El último año antes de ir a la universidad pasé muchas tardes acariciando páginas de libros de arte, paladeando colores, leyendo biografías de artistas y fantaseando con participar en debates de alta cultura. Desde un libro sobre la vida y obra de Paul Klee, un entrecomillado me atacó directamente a la garganta: “El aspecto externo es el resultado de los procesos internos”. La presión fue bajando por el esófago hasta instalarse en el estómago, junto a otras presiones que ya vivían allí. ¿En qué diferían mis procesos internos de los de mis compañeras de clase para que mi forma externa se pareciera tan poco a la suya? Entonces ya sabía que era diabética y conocía los mecanismos de la enfermedad pero, eso no justificaba mi apariencia. No podía pensar en otra cosa. Tenía que saberlo. Aparqué los libros de arte y estudié biología con interés. Por eso conozco el papel de los neurotransmisores en las relaciones humanas y cómo la bioquímica nos dirige por los caminos marcados por la evolución.

No lo puedo precisar pero intuyo que algo relacionado con esos procesos fue lo que puso en marcha la pulsión que me empujó a la página de contactos. No se trataba de perpetuar la especie sino de mi supervivencia. Y para sobrevivir necesitaba a otro ser humano. Quería que me quisieran pero, sobre todo, quería ser algo bueno para alguien.
Apreté los dientes, fui a la peluquería a que me peinaran bien y me compre una plancha para el pelo que no sabía cómo utilizar. Me hice las fotos y las envié.
No sabía si era peor que contestaran o que no contestaran. 
Contestaron. Somos muchos. 

Es posible que continúe.

4 comentarios :

  1. Me gusta el ritmo que vas cogiendo. En los dos primeros posts no se veía la relación entre ellos, pero con este has conseguido unirlos y crear continuidad. Además, es interesante que escribas desde escenarios tan dispares (la peluquería, la psicoterapeuta...)
    El principio de este fragmento me parece muy divertido. Luego la pobre mujer empieza a darme un poco de grima, pero está bien construido.
    Espero una cuarta parte!

    ResponderEliminar
  2. ...me guuussstaaaa!!!.La historia promete...Quiero maaaasssss!!!!

    ResponderEliminar
  3. Esperanza Rollano Borus28 de junio de 2013, 0:01

    ¡Buenísimo! Yo también quiero más...

    ResponderEliminar
  4. Me encanta como escribes... Los dos primeros me encantaro, y éste tiene algo de esperpéntico valleinclanesco (vaya palabreja que me acabo de inventar!) que me ha dejado con la intriga! ¿Habrá una cuarta parte?

    ResponderEliminar