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miércoles, 2 de octubre de 2013

La despedida

El bloque de pisos no se distinguía entre todos los de la calle, entre todos los del barrio informe: edificios de 6 o 7 plantas forrados de ladrillo visto de diferentes tonos de marrón, habitados por familias de empleados de clase media tirando a baja. 
Cuando su hermana preguntó quién era, Elisa dijo su nombre al telefonillo con soltura, como alguien que llega a una casa donde le conocen y es bien recibido. Aunque ligeramente deformada por un embarazo incipiente que ni ocultaba ni resaltaba con la ropa, era alta, delgada y con un porte cargado de dignidad. En silencio, mientras esperaba la respuesta, miraba alrededor con curiosidad despreocupada: el jardincito de enfrente con chopos que empezaban a brotar, los escasos coches baratos aparcados en batería y una mujer mayor con el carrito de la compra, de vuelta del mercado, que entraba en el portal de al lado. Sonó la apertura de la puerta sin ninguna palabra que la acompañara. Sin asomo de duda se dirigió al ascensor y presionó el botón del piso. 
Teresa estaba en la puerta entreabierta tapando el paso con su cuerpo, ni tan rubia ni tan estilizada como Elisa pero igual de alta, con una cara de facciones suaves en la que destacaban los ojos claros y hundidos y la boca fina y seria que también se reconocían en su hermana..
-¿Qué haces aquí?
-Me voy de Madrid y quiero ver al niño -dijo Elisa. 
La luz de la mañana entraba, amortiguada con cristales de pavés, por una ventana grande de la escalera. Había cuatro puertas en el rellano y un vecino había puesto dos macetas de Ficus en un rincón. 
-Hicimos un pacto -exclamó Teresa.
-Quiero ver al niño- repitió Elisa como si no la hubiera oído.
-Si te vas, vete. ¿A qué vienes aquí? ¿Qué estás tramando? -dijo Teresa apretando con más fuerza el quicio y cerrando tras de sí, todavía más, la puerta.
-Me voy a casar -dijo Elisa con una tranquilidad que contrastaba con la tensión de Teresa.
-Pero ¿A qué idiota has engañado ahora?-se burló Teresa intentando una risa que se quedó en mueca. -Y ¿Qué tiene que ver con nosotros?-añadió subiendo la voz -¿Qué quieres? Vete, cásate con el desgraciado que no te conozca y pare o desembarázate. Elige. Ya sabes cómo se hacen las dos cosas. No nos necesitas. Lo sabes hacer todo sin llorar una lágrima  Se me hiela la sangre con solo verte.
-Déjame entrar -dijo Elisa sin inmutarse.
-No. No está en casa pero no quiero que entres. No quiero que veas ni sus fotos. No quiero que sepas cómo es. No quiero que te vea nunca. No lo quieres.
-No pero, quiero verlo. Curiosidad, supongo. 
-No vuelvas, nunca -sollozó Teresa dando un giro brusco, entrando en la casa y cerrando la puerta.

jueves, 27 de junio de 2013

Una decisión difícil. El precio de la esperanza III

Lector, si no has leído mi post anterior, esto puede no tener sentido para ti. 

Pues no, yo no estaba enamorada de mi novio. 
Nos habíamos conocido en una página de contactos para gordos. Era muy humillante registrarme en un sitio así. Idas y venidas del ordenador al frigorífico, mortificada por estar considerándolo, por imaginar mi foto expuesta junto a la de jovencitas tetonas disfrazadas de Miss Talla XXL. Tardé mucho en decidirme. Pero, era ahora o nunca.

Tengo la edad en que las mujeres que no son tan gordas como yo tienen mucho miedo. El poder ha cambiado de manos. Sus hijas han dado un golpe de estado. El nivel de sus hormonas femeninas se vuelve flácido y se desliza a toda velocidad hacia el cero. Al principio, el vértigo las deja paralizadas y, cuando reaccionan, quieren caminar para atrás. Se convierten en virtuosas de la observación y la comparación. Podrían calcular el peso y la edad de cualquier otra mujer con una desviación mínima. Confían en engañar al ojo experto y arrugado de las otras con artesanía corporal más o menos habilidosa, restricciones y sudor.
Ellos, a esa edad, no lo dicen pero, no se dejan engañar. Al mirarlas, unos ven a su santa esposa, otros a su santa madre, otros a su sensata hermana y otros las ven en el último tramo de la franja de mujeres deseables, a punto de ser descartadas. Sus hormonas viven un ciclo diferente. El tiempo, un poco más adelante, los hundirá, a ellos también, en la segunda división. 
Yo no juego en esa liga. Mi categoría es otra.  

Además de gorda soy fea. No es modestia. Soy objetivamente fea.
El pelo, abundante, moreno y fosco, me nace en la mitad de la frente. Y en muchas otras partes del cuerpo donde no hace bonito. De los ojos, pequeños y muy pegados a la nariz chata, lo mejor que puedo decir es que el estrabismo, con las gafas, no se me nota mucho. Los labios, delgados, dejan al abrirse una apertura escasa, como si estuvieran cosidos con unas puntadas en las comisuras. La textura de mi piel es granulosa y exuda grasa. De verdad, soy fea. Y no, no soy muy simpática. Es muy duro ser fea. Te amarga la vida. Es peor ser fea que ser gorda. Se debería catalogar la fealdad como una discapacidad y desgravar en la declaración de hacienda. Ni siquiera inspiras compasión, como un cojo o un ciego, sino hilaridad y un poco de repugnancia. Y alivio porque te ha tocado a ti y no a ellos.

Así que, no tenía miedo de perder un poder que nunca había tenido ni de dejar de ser deseable porque nunca lo había sido. Las hormonas, en mi caso, actuaban de forma diferente. No me abandonaban porque los estrógenos tienen apetencia por la grasa. Lo sé porque soy bióloga. Y soy bióloga porque quería ser pintora. El último año antes de ir a la universidad pasé muchas tardes acariciando páginas de libros de arte, paladeando colores, leyendo biografías de artistas y fantaseando con participar en debates de alta cultura. Desde un libro sobre la vida y obra de Paul Klee, un entrecomillado me atacó directamente a la garganta: “El aspecto externo es el resultado de los procesos internos”. La presión fue bajando por el esófago hasta instalarse en el estómago, junto a otras presiones que ya vivían allí. ¿En qué diferían mis procesos internos de los de mis compañeras de clase para que mi forma externa se pareciera tan poco a la suya? Entonces ya sabía que era diabética y conocía los mecanismos de la enfermedad pero, eso no justificaba mi apariencia. No podía pensar en otra cosa. Tenía que saberlo. Aparqué los libros de arte y estudié biología con interés. Por eso conozco el papel de los neurotransmisores en las relaciones humanas y cómo la bioquímica nos dirige por los caminos marcados por la evolución.

No lo puedo precisar pero intuyo que algo relacionado con esos procesos fue lo que puso en marcha la pulsión que me empujó a la página de contactos. No se trataba de perpetuar la especie sino de mi supervivencia. Y para sobrevivir necesitaba a otro ser humano. Quería que me quisieran pero, sobre todo, quería ser algo bueno para alguien.
Apreté los dientes, fui a la peluquería a que me peinaran bien y me compre una plancha para el pelo que no sabía cómo utilizar. Me hice las fotos y las envié.
No sabía si era peor que contestaran o que no contestaran. 
Contestaron. Somos muchos. 

Es posible que continúe.

jueves, 20 de junio de 2013

El precio de la esperanza II

Esto no va a ser fácil de contar.
-Inspira por la nariz. Despacio. Ahora deja salir el aire por la boca contando hasta diez.
Es mi terapeuta. Quiere sofronizarme. Algo así como la hipnosis. Que haga una regresión al pasado. Que me visualice siendo niña. Quiere intentar llegar a la génesis de mi problema. Es  muy joven y, a su pesar, lo enfatiza poniéndose muy derecha en la silla, adoptando un gesto de serenidad comprensiva, usando una bata blanca de tela rígida que le queda un poco grande y llamándome de tú. Se esfuerza. No la quiero defraudar.
-Deja tus piernas y tus brazos flojos. Deja que tu mandíbula caiga, que tus párpados se cierren suavemente.
Ha bajado las persianas dejando que la luz pase entre las rendijas. Ha puesto música chill out de su iphone en un pequeño altavoz. Muy profesional. Previsible. Y muy ingenua.   
Estoy ingresada en una clínica psiquiátrica porque cuando mi novio me dejó, me tumbé en la cama con todo el pedido que había hecho al supermercado gourmet y me lo comí. Empecé por la mortadela de Bolonia, auténtica, cortada muy finita, rosada y cremosa. Continué con los demás fiambres y los quesos. Dos botellas de cava después, me costó mucho terminar el  último cubo de helado derretido. De hecho vomité a la mitad. Pero troceé galletas belgas dentro  y la sensación crujiente me estimuló.
Soy diabética. Y muy gorda.
-Deja que tu cuerpo se abandone, sin oponer resistencia.
Hice otro pedido por teléfono y cuando no abrí la puerta, el chico del reparto avisó al portero. Entraron y me encontraron en coma. Los envoltorios y los restos de comida se mezclaban entre las sábanas arrugadas con los fluidos que habían salido del cuerpo cuando se relajaron mis esfínteres. Llamaron al 112.
Esta es una de esas historias que a uno le dan asco pero que quieres conocer.
-Imagínate en un lugar donde te sientes muy tranquila, muy relajada. Siente la luz, la temperatura y los sonidos de ese lugar.
Soy un bulto oscuro enorme derramado encima de un sillón reclinable en la sala en penumbra de un psiquiátrico. Oigo una música aburridísima. La temperatura está bien.
-Visualiza una puerta. Es la puerta hacia tu pasado. Camina hacia ella.

La verdad es que yo no quería a mi novio. 
Pero eso lo contaré otro día.

martes, 18 de junio de 2013

El precio de la esperanza

Cuando no me gusta lo que me pasa, cuando lo que me pasa me sobrepasa,  voy a la peluquería. Y no es que me sienta divina cuando salgo, que parece que me han puesto la peluca de otra. Tampoco es porque me cuiden como a una reina. Es una peluquería de barrio, de esas cadenas baratas con tubos fluorescentes, pelo a pegotes por el suelo, olor a amoniaco, ruido de secadores, Kiss FM, una peluquera menuda, otra gorda y un peluquero homo marcando bíceps. Todos de negro gastado. 
Te miran cuando entras, uno o una te pregunta qué vas a hacerte y ya no te vuelven a mirar ni para cobrarte. Hablan de Crepúsculo y de Pablo Alborán a través de los espejos mientras te pinchan, te tiran del pelo húmedo y te queman. Y tú te estás viendo las ojeras y las arrugas sin la clemencia de una luz amable, sin amortiguación y expuesta sin compasión a tus vecinas que pasan por la acera.
Una clienta con cara de felicidad y melena rubia pregunta si les quedan planchas y si creen que ella se arreglaría bien con una plancha. Le dicen que se, que divinamente. Y yo empiezo a pensar que si alguien con cara de felicidad quiere una plancha, sea lo que sea, debe ser una cosa que hace feliz. Las personas con cara de felicidad conocen los secretos. Pongo atención a las explicaciones que le están dando y empiezo a imaginarme feliz.
Le pregunto a la chica que saca humo de mi pelo para qué sirve el artilugio. Me mira para asegurarse que la voz ha salido de mí y con la cara de quien explica algo muy difícil a un auditorio que no le va a comprender me cuenta las bondades de un aparato carísimo que alisa el pelo sin achicharrarlo.
Empiezo a cruzar y descruzar las piernas y ya no paro hasta que terminan de peinarme.
Cuando voy a pagar en la caja pido una plancha tratando de dar naturalidad a la voz y al gesto. La peluquera mira a la otra peluquera y me pregunta si se cómo funciona. Sonrío y saco la tarjeta de crédito.
Salgo a la calle airosa, con la melena al viento y con una bolsa que contiene un recordatorio de mi imbecilidad con garantía por dos años.