viernes, 11 de octubre de 2013

A mi señal



Sobre nuestras cabezas una mancha amarilla y nubosa derrite en lontananza cualquier visión posible, todo es espejismo hasta donde alcanzan a ver los ojos. La mar no respira, yace inerte envuelta bajo una tibia superficie de sal. Sin posibilidad de abatir o escorar, observo al capitán sumergirse en la cabina de mando con su princesa haitiana. Peter aduja cabos de rodillas junto al mástil, y Martin oscila con el catalejo entre las manos de la popa a la aleta, de la aleta a proa, como un borrón que interpela al movimiento físico y desincronizado de sus líneas de tinta.  Permanecemos al abrigo de los demonios del día, una vez derrotada la tormenta.
Lucho enfervorecidamente por desentumecer mis miembros en plena canícula, achicando con la manga de mi camisa las gotas de sudor que recorren cada palmo de mi cuerpo. Me aferro a la culebra del mástil y me levanto no sin mucha dificultad. Giro el torso hacia Martin que ahora juega como un niño con la briza, lentamente dejo que mi dedo recorra el cabo que a modo de soga he puesto sobre mi cuello. Peter levanta la cabeza, me mira fijamente y abre la boca como un pez globo. Martin salta de un lado a otro en cubierta levantando a todos y cada uno de los marineros que aún quedan con vida en este barco fantasma, con un leve toque de las yemas de sus dedos en su hombro.   
Cuando mi tripulación se despereza levanto contra la plancha azul de un cielo completamente despejado el acero de mi espada y señalo hacia el gallardete. Todos se levantan espadas en alto y el silencio del océano se tiñe del ruido sordo que provoca el tan deseado motín a bordo.

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