Sobre nuestras cabezas una mancha
amarilla y nubosa derrite en lontananza cualquier visión posible, todo es
espejismo hasta donde alcanzan a ver los ojos. La mar no respira, yace inerte
envuelta bajo una tibia superficie de sal. Sin posibilidad de abatir o escorar,
observo al capitán sumergirse en la cabina de mando con su princesa haitiana.
Peter aduja cabos de rodillas junto al mástil, y Martin oscila con el catalejo
entre las manos de la popa a la aleta, de la aleta a proa, como un borrón que
interpela al movimiento físico y desincronizado de sus líneas de tinta. Permanecemos al abrigo de los demonios del
día, una vez derrotada la tormenta.
Lucho enfervorecidamente por
desentumecer mis miembros en plena canícula, achicando con la manga de mi
camisa las gotas de sudor que recorren cada palmo de mi cuerpo. Me aferro a la
culebra del mástil y me levanto no sin mucha dificultad. Giro el torso hacia
Martin que ahora juega como un niño con la briza, lentamente dejo que mi dedo
recorra el cabo que a modo de soga he puesto sobre mi cuello. Peter levanta la
cabeza, me mira fijamente y abre la boca como un pez globo. Martin salta de un
lado a otro en cubierta levantando a todos y cada uno de los marineros que aún
quedan con vida en este barco fantasma, con un leve toque de las yemas de sus
dedos en su hombro.
Cuando mi tripulación se
despereza levanto contra la plancha azul de un cielo completamente despejado el
acero de mi espada y señalo hacia el gallardete. Todos se levantan espadas en
alto y el silencio del océano se tiñe del ruido sordo que provoca el tan
deseado motín a bordo.
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