jueves, 17 de octubre de 2013

Madre Humo


No quedan secretos en esta casa. Ni risas. Ni pasos.
Se levanta del viejo de sillón de orejas que rompe la linealidad del parquet. En lugar de encaminarse hacia la cocina y comprobar el rigor mortis del fogón y el rítmico babeo del grifo, avanza lenta y silenciosamente hacia el pasillo, entre los rectángulos claros que motean las paredes amarillentas del salón. Se mueve con la pausa y la indiferencia propias de un espectro, impregnando los muros a cada paso con un penetrante olor a tabaco. En el pasillo, la penumbra. A su izquierda, un gran espejo cuadrado cubierto de tiempo. A su derecha, tres puertas. Vaga hasta detenerse un instante en la primera. Cerrada. La habitación de Jonás, el hijo mayor; el último en escapar. Dentro, en el suelo, dos cajas de cartón repletas de libros de Derecho y cedés de música abandonados hace tres años en una huida apresurada. "Me mudo a vivir con Laura". Como cada día, roza su puerta con amargura, como si lo maldijera, y continúa. La siguiente puerta está entornada. Así ha estado los últimos cinco años. El dintel revela la luz del atardecer que baña el cuarto de Candela, suspendido en la noche cuando arrojó veintiséis años por la ventana. Pasa de largo. Hoy tampoco hay lágrimas. El aire se ha vuelto amargo y denso a su espalda. No se inmuta. Aguarda ante la tercera puerta. Está abierta. Es el dormitorio. La lámpara de la mesilla arroja acostumbrada un halo de luz mortecina. El armario está abierto pero apenas hay vestidos. Hay paquetes de tabaco tirados entre pelusas de polvo. Unas bragas grasientas cubren el cuello de una botella de ginebra a los pies de la enmarañada cama de matrimonio. Poco más allá, un vaso roto por el que corretea una cucaracha. Sobre el cabecero, una foto de familia: dos padres posando sonrientes junto a sus dos hijos pequeños. Los buenos tiempos; antes de que todo fracasara. No entra. El intenso olor a humedad anticipa la proximidad del lavabo y la gotera que reblandece su techo cada día. Antes de doblar la esquina y divisar el baño se disuelve como una espuma fantasmal reapareciendo de nuevo en el viejo sillón del salón para, sentada en su trono de un reino baldío, dejar que los minutos se caigan marchitos como hojarasca.
Tiempo después, quizás dos horas, quizás seis, Mercedes rompe su inercia y aplasta su octavo cigarrillo en el cenicero de cristal que reposa en el brazo derecho del sillón de orejas. Busca el mechero entre los pliegues de su camisón, hurga en la cajetilla que sostiene su vientre y enciende un nuevo cigarro. Una nueva bocanada recorre la casa dispuesta a borrar con su aliento de ceniza las palabras “esposa”, “madre” y “familia” de todos los muros. Mientras, sus ojos, duros, indolentes, vuelven a perderse en la nada.
Dos años más tarde, el trajeado vendedor de una agencia inmobiliaria entra en el piso flanqueado por una joven e ilusionada pareja de posibles compradores. Todo el domicilio está diáfano pero ella sigue allí. Su alma de humo lo envuelve todo.

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