Para anclar la película musicalmente elegí como plato fuerte la pieza
innovadora de Beethoven, una de las más conocidas, el Opus 131 en Do sostenido
menor. Un elemento sorprendente de la composición es que Beethoven indicó que
debía interpretarse attacca, sin pausa entre los siete movimientos. Cuando se
toca una pieza de casi 40 minutos sin interrupciones los instrumentos terminan
desafinándose, cada uno de una forma totalmente distinta. ¿Qué deberían hacer
los músicos? ¿Pararse a la mitad y afinar o esforzarse por adaptar su tono,
individualmente y como grupo, hasta el final? Creo que es una metáfora perfecta
de las relaciones estables, que inevitablemente tienen dificultades y exigen un
ajuste constante y una afinación muy cuidadosa debido a las mil formas en que
las personas cambian y evolucionan a lo largo de su vida.
(Notas del director, Yaron Zilberman)
Partamos de la premisa de que
existe un director que cree firmemente (batuta en mano), en el concepto de Arte
como fuerza motriz o redentora, expresémoslo a través de sus propias palabras: la importancia del arte en la vida, como
forma de superar dificultades y dudas; la belleza, la cultura, cómo trascienden
los problemas del día a día a los que nos enfrentamos, y cómo se pueden usar
como fuente espiritual para elevar el ser emocional que tenemos.
Consideremos una película en la
que confluyen el drama, la enfermedad, la amistad, la evolución de las
relaciones interpersonales a lo largo del tiempo (casi una vida) y la música de
cámara.
Tengamos en cuenta que para lograr
el objetivo que se propone, el director de orquesta de todo este lío, se rodea
de actores excepcionales. Especial mención merecen los cuatro protagonistas que
componen una orquesta de renombre. En especial Christopher Walken, que actúa de forma estudiada, firme, poderosa,
serena, digna, como siempre carismática, e impecable a fin de cuentas. Philip Seymour Hoffman que una vez más responde
a las expectativas (y ya son unas cuantas desde Magnolia o quizás mucho antes), y en este caso regala un nuevo y magnífico
duelo interpretativo con Catherine
Keener, deslumbrante también en su papel. (Sirva de ejemplo la actitud
honesta y dolida de Seymour en la escena que transcurre en la subasta. Tras
discutir con Catherine, su serena y profunda esposa en la película, son suyas estás palabras al adinerado
comprador de un bien que debiera ser de su propiedad: Estará orgulloso, acaba de arrebatar un violín a un músico de verdad
– y como espectador sensible y atento, no se puede estar más de acuerdo con
estas palabras). Actuación y representación resultado de la labor de auténticos
artesanos, auténticos maestros de la escena, porque no se puede más que admirar
su sutil trabajo, casi teatral, tan natural, real y apasionado que parece improvisado,
y que por supuesto, (no hace falta decirlo pero lo digo), no deja indiferente. Todos los actores
involucrados en esta obra, tanto la joven Imogen Poots, como el frío Mark
Ivanir, se mueven con pulso firme en medio de una telaraña de emociones y
conflictos abiertos. Ni que decir tiene el trabajo que supone y la dificultad
añadida que entraña por su gran complejidad interpretar a músicos, en
definitiva.
Una vez hallamos calibrado estos
elementos, apreciaremos la delicadeza en el resultado de la ópera prima de Yaron
Zilberman, qué tras su documental “Watermarks”
se atreve con su primer largo: “El último concierto” – Una emocionante,
conmovedora película, grande y perdurable.
Perdurable no sólo por su retrato veraz del mundo de la
música y del arte, (atentos a la memorable escena de Christopher y Catherine en
el Metropolitan Museum of Art observando
un autorretrato de Rembrandt), la familia, el frío cálido de Nueva York, el
desgaste que provoca el tiempo en las relaciones, la exaltación del sentimiento
a la hora de crear dentro de cualquier disciplina, los problemas que se generan
al constituir un equipo o un grupo humano, y todos los roces que se derivan de
las diferencias en los caracteres, la figura paternal mediadora y aglutinadora
indispensable (Christopher una vez más), etc. Sino por su mensaje final
positivo y esperanzador. Es ahí en dónde reside su grandeza: Motivemos, apreciemos el instante de
esplendor obviando los errores, y dejemos a los idiotas que sean los que hagan la
mala crítica.
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