El que crea arte debe buscar su
propia voz, nuevas formas, nuevos caminos definidos en su transcurrir por el
flujo que produce la mirada, una manera de entender el mundo licuado a través
del propio ojo (la cámara en este caso).
Los grandes directores de cine tienen su impronta única, que se traduce
en una forma de manejar el tiempo, su material narrativo, y desarrollar un
ritmo que transporta al espectador a otro mundo en un estado de semi-ensoñación,
(ahí reside mucha de su magia). Cuando estudié cine en el NIC, me enseñaron a
través de la metáfora de las cañerías y el agua como funciona este extraño mecanismo.
A grandes rasgos, el agua (el tiempo) fluye por cañerías y si no la desvías o
pones barreras, fluirá con fuerza. La forma en que se gradúa su intensidad, (creando
un ritmo), caracteriza el sello, la firma, la impronta, la forma de narrar de
un director. La narrativa audiovisual, fruto del montaje posterior en muchos
casos, (salvo que te llames Hitchcock, capaz de filmar plano a plano una
película de forma lineal, y crear su propio estilo), son fundamentales en este
proceso, y tienen sus propias normas y su lenguaje característico.
Me voy por los cerros de Úbeda,
como Don
Quijote por el camposanto castellano-manchego. Me voy a retrotraer un
poco más. Ayer estuve en una conferencia-coloquio, dirigida
por Alejandro
Gándara, (escritor, ensayista y Director de la Escuela de Humanidades),
en la que además participaron Nativel Preciado, (periodista y
escritora); José Cruz, (dramaturgo y profesor en la Escuela Superior de
Arte Dramático) y Celia Arroyo, (psicóloga y psicoterapeuta) que versaba sobre
los mitos del amor. Gran exposición por otro lado, pero esto no viene al caso. A
lo que iba, hace años (ya unos cuantos), sufrí un desengaño amoroso y me
refugié en Roma, para crear la mayor distancia entre mi “amada” y yo, (ya dijo Sabina
que en cuestiones relacionadas con el amor/desamor, la mejor distancia es la
mayor). Fue una época especialmente buena para mí. Aunque vivía bajo los terribles
(al menos así lo sentía y padecía en mi fuero interno) efectos de shock que
provoca la ruptura de una relación de pareja, en un estado de inconsciencia que la depresión
derivaba de la vigilia al sueño, subsumido en mi propia pena y conmiseración, descubrí
lo que significa el baluarte de la amistad y viví momentos auténticamente
inolvidables. Cada mañana me imponía una rutina, esta consistía básicamente en
hacer lo que me diera la real gana. Me explicaré. Iba a las fiestas que quería,
salía por ahí cada noche y disfrutaba siempre acompañado de viejos y nuevos amigos
de la lumínica, efervescente, poderosa Roma, ciudad eterna. Allí en dónde
ya sea de noche o de día descubres algo nuevo, allí en dónde sales de una calle
y te encuentras de bruces con monumentos colosales de la talla del Vaticano
o la Fontana
de Trevi, allí en dónde se rodó la Dolce Vita de Fellini,
allí en dónde por muy perdido que esté el hombre, se encuentra (porque aunque
sea un cliché, todos los caminos conducen y desembocan en ella), allí en donde
los universitarios se juntan a beber una “peroni” a la luz de su inmensa luna,
mientras alguien toca una guitarra en su Trastevere (la zona más bohemia, en
dónde yo vivía). Esa de centro urbano empedrado y poderoso, con su Coliseo
y sus ruinas. Tan poderoso como no puede ser ningún otro centro, ninguna otra
urbe, ninguna otra ciudad, porque desde allí se creó un imperio glorioso y se
iluminó a los bárbaros, difundiendo lo que aún hoy perdura como cultura
occidental, hija de los griegos. Como decía, que me pierdo, había decidido
hacer lo que quisiera, paseaba por Roma, cocinaba, leía, escribía, y aunque
suene paradójico e irreal leía mucho y escribía mucho, compartía y disertaba,
disfrutaba de cenas que duraban noches enteras bajo el efecto del vino y la
buena compañía, soñaba despierto sí, pero no era consciente del poder y el
influjo y la fuerza que Roma estaba ejerciendo sobre mí, un muchacho por aquél
entonces perdido y desahuciado por su dolor romántico, su ostracismo
melancólico. Cuánto le debo a Roma, cuánto os debo amigos míos. El caso es que
iba mucho a la universidad, casi todos los días aunque suene extraño me
levantaba, (ya tendría tiempo después de tumbarme y dormir sobre el campus si
fuere necesario), a la facultad de Sociología, de Derecho, de Políticas y de
Economía de La Sapienza, un lugar que como su nombre indica invita al más puro
conocimiento. Y allí, en esa Agora se desarrollaban tertulias sobre buen cine,
sobre autores cinematográficos ilustres, sobre genios, y como no podía ser de
otro modo disfruté de un monográfico de tres días sobre el cine de David Lynch.
Fue apasionante comprobar como Lynch es un auténtico Bosco, un coloso
simbolista, y desde Twin Peaks sus películas son un auténtico collage incendiario,
un “jardín de las delicias” surrealista, bosquiano y dantiano, en el que a
través de una simple televisión encendida y bajo el influjo de sus
interferencias (como en Poltergeist), se adentra uno en el
mundo de los sueño de terciopelo rojo, de las tinieblas, de las mil dimensiones
concéntricas, se habla con los muertos, se flota mientras conduces al frente de
un volante por una Carretera Perdida...
Lynch es desbordante. Igual que Ingman
Bergman, igual que Truffaut, que Hithcok, que Coppola, que Spilberg…. Para
mí, Lynch entra dentro de la élite del cine, de una categoría que calificaría
como de superdotados. Tal y como me dijeron ayer, a través de esta industria, se
han representado todas las formas de amar, todos los momentos, situaciones,
posibles escenarios, sentimientos que se dan en las relaciones humanas cuando
se ama. Nuestros abuelos no pudieron disfrutar de este teatro de los sueños, pero nosotros sí tenemos acceso a él. Es más, no sólo se muestran todas las fases
del amor, sino que se retratan todos los ámbitos de la vida. Por eso es
maravilloso. Pero se puede ir más allá.
Existe un cine trascendente que desde
Bergman (el Zeus del Olimpo), se eleva por sí mismo, se introduce en áreas de
conciencia inexploradas, es profundo como un pozo sin fondo. Esto sólo está al
alcance de unos pocos elegidos, y Lynch lo logra, porque sus películas y sus
series son auténticos prodigios, auténticos sueños hechos realidad. Por favor,
¿puede alguien decirme quién mató a Laura Palmer?, bueno
igual alguien lo sabe si ha visto Fuego camina conmigo, y en ese caso
sabrá también que el cine de Lynch es multidisciplinar, multidimensional,
simbólico, y se mueve en distintos niveles de sueño, ya que las cosas que
ocurren transitan a través de realidades paralelas y concéntricas. ¿Cómo se
puede llegar a ser capaz de semejante logro?, Eso para mí es difícil de
explicar, supongo que tienes que hacer mucha meditación trascendental, o haber
nacido para esto de contar historias, (aunque sean historias de otro espacio). Blue Velvet, como su título indica
es auténtico terciopelo, Lost Highway arrolla como el porche
Spyder 550 de James Dean, les ruego no vean Mulholland Drive junto a
sus suegros. Tienen tantos vericuetos, interpretaciones, imágenes de culto, que
con cada proyección se diverge, se converge de la imagen, y su cine jamás se
agota. Lynch es un prodigio del Arte, del Montaje, de la Narración (una
película que comienza con una llamada inquietante en un telefonillo cualquiera, de la que desemboca la tragedia posterior, es simplemente una idea genial, atentos a su final que les dejará boquiabiertos junto a ese mismo telefonillo), de la
Dirección de Actores, de la Fotografía fantasmagórica, de todos los campos que
componen una película. Su Corazón
Salvaje roza el extasis, atraviesa con su rock an roll como una flecha
la conciencia. Pero Lynch también es terrorífico, oscuro, psicodélico, lúgubre,
esperpéntico, soez, tétrico, hilarante, terrible, inquietante, y desfigura
la realidad. No tiene piedad con sus almas rotas, aquellas que retrata tan
singularmente, igual que no la tiene con el pintalabios corrido que de-construye
una cara. Pero no nos engañemos, la realidad puede ser terrible, y el amor, y hasta el mundo de los
sueños también.
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