Mi hermano Tom me convenció demasiado rápido para
viajar a la cara más difícil del Mont Blanc de Cheillón, y completar el
descenso más peligroso de cuantos habíamos realizado.
Tras recorrer las cordilleras de Alaska, el Colorado, Suiza y
encargarnos del diseño de las rutas para la primera compañía que
organizó heliesquí en el Himalaya, ahora nos enfrentábamos al mayor reto
de nuestras vidas. Tanto Tom como yo estábamos sobradamente preparados a
nivel físico y mental para la práctica de deportes de invierno en
condiciones extremas. Tom, de veinticinco años había sido campeón
olímpico de salto en su primera juventud y ahora por culpa de una
lesión, se dedicaba a instruir a posibles futuros talentos de siete años
en la Federación Estadounidense, y a participar en diversas
expediciones a la Antártida pasando ocho meses incomunicado con
temperaturas de hasta menos setenta grados (para estudiar los rayos
solares y el deshielo fundamentalmente). Por mi parte, Johnny el roba
almas de las rocas, así me bautizó un compañero indio en el sur de
México tras salvarle de una avalancha, me dedicaba al rescate de
turistas en las pistas de los Alpes, Canada, Argentina y Estados Unidos
durante todo el año, compaginando este trabajo con el de escritor y
columnista en diversas revistas de escalada.
Nos subimos en el helicóptero con todo el material necesario. Habíamos
proyectado en el mapa una travesía de tres días, íbamos a abrir nuevas
vías, trazando con las palas de nuestros esquís sobre un pico nevado con
una inclinación casi vertical de noventa grados. A medida que
descendiésemos cruzaríamos pueblos, bosques nevados, glaciares y ríos.
Nos enfrentaríamos a la montaña, la atacaríamos, respetando su esencia
pero luchando por superar cualquier barrera que nos opusiese.
Propulsados
por las aspas en dirección al macizo nevado, la sierra se levantaba
imponente entre la neblina, y a medida que nos íbamos aproximando a
nuestra montaña, fijé la mirada en sus cavidades bajo las nervaduras de
roca, intentando fotografiar con la mente el mejor descenso, caídas
amortiguadas por colchones de nevazo, el salto perfecto. El viento
soplaba del sur a bocanadas de aire helado, haciendo temblar nuestra
nave a sacudidas y golpes súbitos de aire. Tom con la mirada perdida en
poniente ni se inmutaba, me pareció observar una sonrisa en sus labios
apretados por el frío, podría estar rezando o dar gracias al cielo por
semejante espectáculo. Cuando las hélices descendieron, las nubes se
fueron deshaciendo, hasta convertirse en bolas de humo blanco, que
movidas por las turbinas del motor terminaron de esparcirse, y nos
ofrecieron todo el esplendor de las cimas, como dientes escalonados de
un terrible depredador. Pronto saldría el sol y comenzaría nuestra
aventura.
Estábamos justo encima de la cima, suspendidos a unos metros de tierra
escarpada, en un haz de aspas que nos sustentaban entre la nevisca y la
niebla. Mi hermano me miró, y sin decir nada se ajustó las gafas de
ventisca que recorrían casi la totalidad de su cara, anudó las ataduras
de la mochila al pecho, clavó las puntas de las botas en los esquís y se
arrojó al que había sido su hogar desde mucho antes de nacer. ¡Rock an
Roll! – Esas fueron sus palabras de despedida al piloto. Tras chocar con
los nudillos contra su casco a modo de adiós, yo también le dije- Ha
sido un placer, a partir de ahora estamos en nuestro terreno, espero que
todo vaya bien, Sayonara baby - Y me deje ir impulsando el cuerpo hacia
delante, salté, cerré los ojos, consciente de que caería sobre una
pequeña cornisa en donde aquél polvo blanco se amontonaba en gélidas
ráfagas, creando pequeños huracanes de lava blanca.
Cuando me
levanté del suelo divisé a mi hermano erguido sobre los palos en la
cumbre, frente a él, una gran bola de fuego anaranjada, se alzaba
majestuosa sobre una desembocadura en forma de v que creaban dos picos
al entrelazarse. Pareciera que surgiera del azul más lechoso, frío y
mágico de la noche, anunciando el nuevo día y una mañana que se
presentaba cálida y repleta de energía.
- Me echarás de menos so
cabrón, cuando te cases echarás de menos esto. – Me dijo Tom.
- Claro que lo echaré de menos, no se me ocurre un paisaje más real y
más perfecto. – Le contesté.
- Ay que ver como te pones, ¡Pues yo solo sueño con esto! Anda comprueba
que todo está en su sitio. – Y así, de este modo abrupto como el
promontorio sobre el que nos hallábamos perdidos de toda civilización,
terminó con la conversación que el mismo había comenzado. Entonces nos
dedicamos como dos pobres tontos, durante unos minutos que pudieron ser
horas y habrían sido días si no tuviésemos que hacer lo que habíamos
venido a hacer, es decir deslizarnos, a la contemplación ensimismada de
un paisaje crepuscular, atmosférico y único.
Ante nuestros ojos se abría un dominio esquiable, cuyo primer tramo era
probablemente el más peligroso debido a su declive, sinuoso, estrecho y
recorrido por piedras, guijarros y trozos de mineral de toda índole
tanto a los lados como en la propia pendiente. Espacio inmutable a ojos
de pájaro. Mucho más allá, casi escondido, latía el valle con vistas al
glacial, y aún más lejos el bosque, que desde donde nos hallábamos
aparentaba enterrado por el efecto óptico que a veces provoca la
altitud. A mi lado, sentía cada vez con mayor intensidad, como mi
hermano no aguantaba más tiempo parado, lo conocía bien, como a un
hermano, y amaba las alturas, pero disfrutaba más del vértigo del
descendimiento. Arrastrado por unas ansias que bien sabía eran propensas
a conglomerarse en su sangre, aparentemente templada y sin embargo
palpitante y adrenalítica en su cúspide, comenzó la bajada, tras
decidir, quizás prematuramente, que era la mejor pala para sobrevolar,
aunque es bien sabido que una vez en la picota las posibilidades de
descenso son tantas como pueda uno imaginar.
Seguí su estela, iba
como propulsado bajo un manto de corriente glacial, se había propuesto
sajar de una vez toda aquella nieve virgen. Hop, Hop, hop, ¡Vamos
cabronazo! - Gritaba con los cascos puestos bajo el gorro, y la música a
todo volumen. Levantaba las colas de las tablas con fiereza,
agresivamente, doblando las rodillas a la altura del pecho, golpeándose a
sí mismo con las piernas. Contraía todos los músculos del cuerpo para
bordear o saltar una roca de gran tamaño, y acto seguido, cuando sus
brazos se abrían durante una un segundo y el equilibrio aparentaba
precario, continuaba con su travesía apocalíptica, de giros cortos,
zig-zag, botes, y mil maniobras inverosímiles. Mi hermano poseía una
destreza de acróbata y una forma de esquiar ligera y violenta,
simplemente maravillosa. Por mi forma de ser o por la forma que tengo de
entender este deporte, el esquí constituye una comunión con la sierra,
no me enfrento al monte, me adapto a su espacio, me bebo su piel
espumosa y fría. Disfruto de los pequeños desprendimientos de nieve que
se producen a mis pies, de las pequeñas avalanchas que derivan a mi
paso, formo parte de una ola que mana en cada giro, me considero un
virtuoso y como tal esquío. Mi hermano se asemeja más a un pájaro, un
mamífero con alas, capaz de lanzarse en picado contra lo desconocido.
Pero no era el momento de congratularse en este primer intervalo, me
veía obligado a girar sobre mi mismo, situando las suelas en
perpendicular mientras rotaba con todas mis fuerzas la cintura para
intentar alcanzarle, y si esto no era lo bastante duro, patinaba con los
talones sintiendo como se descarnaban para frenar y no caer al vacío
desde el acantilado. Ese tipo de desnivel era el ideal para mi hermano,
su apoteosis estallaba a medida que cambiaba de marcha e incrementaba su
velocidad. Ya no había lugar para las dudas, (puedes bajar estudiando
el terreno, o una vez estudiado simplemente ponerlo en práctica), y eso
es lo que hizo. Empezó a volar literalmente, ya solo caía, realizando
algún giro esporádico, pero su firme propósito era saltar todas las
cornisas verticalmente, sin atajos, sin miedo, atajando los golpes en la
espalda con la mochila.
Entonces se escuchó tronar al cielo,
como si se desprendiera de la tierra. Enormes bloques blancos comenzaron
a romperse en una cascada descompuesta de tierra y nieve. Mi hermano
aumentó la velocidad, la nevisca corría más rápido que nuestros esquís,
las paredes se derrumbaban sobre la arena, rocas pulverizadas, árboles,
lodo, cellisca que se lo llevaba todo a su paso, arrastrándolo hasta
enterrarlo, en una feroz persecución de la naturaleza en estampida. El
cielo ahora blanco se derrumbaba creando un vertiginoso espectáculo de
barro y nieve en erupción, como un animal indómito royendo las entrañas
de la tierra. Vislumbré a lo lejos como la meseta esperaba pálida a que
el cielo blanco se desfondara sobre ella. Seguí el rastro que dejaba
Tom, que ya no era Tom, se había convertido en un ave de buen presagio,
halcón guía del viajero por la encrespada senda, millones de pájaros
en desbandada a los que yo aturdido y desesperado me lanzaba en una
carrera de supervivencia, agarrándome a la estela fluorescente que
dejaba su anorak. Fueron cincuenta metros de caída, apenas una mirada a
la oscilante tierra, otra a la quietud de la meseta con sus árboles
todavía erguidos, otra a Tom en desbandada. Saltamos sobre la
profundidad de la montaña, habría sido un gran salto olímpico.
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