Desde que tengo uso de razón el
arte está presente en mi vida. De una manera o de otra he nacido para venerar
la creación como ejercicio poético que lo abarca todo. La raíz de mis valores
se basa en el enaltecimiento de la belleza ficticia que supone una obra de
arte. Nací entre esculturas clásicas que
no me atrevía a tocar desde niño, formas que de una extraña manera veneraba,
consciente de que por mucho que me esforzara jamás sería capaz de comprender el
sentido de esa representación humana, y sin embargo, perfecta. Los matices que recorrían cada pliego, cada
veta de madera, suponían un universo distinto al de la realidad que se abría
ante mis ojos, ese espacio en el que estamos condenados a convivir de la mejor
manera posible. Rápidamente comprendí sin saberlo, que esa extraña capacidad de
esculpir convirtiendo un trozo de caoba,
una roca como el bronce, un pedazo de animal como el marfil, en una
manifestación abstracta y expresiva, no estaba al alcance de cualquiera. Me
enfrentaba a un poder desconocido, una forma innata de vivir entregado a un
don, un hombre distinto. Ese hombre era mi abuelo, aquél que me crió mirándome
a los ojos. Aquél que solo ansiaba convertirme en alguien fiel a mí mismo, que
me enseñó el poder que supone hacer las cosas bien, ser fuerte y consecuente.
Alguien que nunca pidió nada a cambio, salvo un hogar y cierta tranquilidad
para componer sus geniales relieves. Un genio y un hombre, un artista y un
imaginero. La persona más bondadosa que para mí jamás haya pisado la tierra.
Pues este hombre estaba casado
con mi abuela a quién adoraba, tanto como a sus hijas y nietos y a su arte.
Este hombre cuando murió su mujer, aquella que le acompaño durante toda su
vida, rompió su conciencia, aunque su cuerpo y su alma seguían con vigor atados
a la existencia. Contrajo cáncer y demencia senil de golpe. Pero no enfermó,
una parte de él sufría porque era consciente de su propio deterioro (caída
relativa si se comparaba con la grandeza que su solo presencia provocaba). Esa
parte fue la que le condujo a la muerte al cabo de los años. Pero su segunda
mitad estaba anclada en un irremisible deseo y ansia de vivir, de reir, de
disfrutar con las pequeñas cosas; una conversación, su cerveza, su cordero, la
televisión. Se había convertido en una contradicción entre la enfermedad y un
espíritu indomable puramente vital.
Una tarde de domingo que no tenía nada mejor que hacer fui a ver a mi abuelo, este estaba malhumorado, huraño, pero gracioso. Le dije a mi tía que me lo llevaba al museo Sorolla, que en otros tiempos le gustaba tanto, y así hice, le agarré del brazo y allí fuimos. Lentamente paseando entre los cuadros de niños arropados por las playas de arenas vascas, se fue calmando, recuperando los sentidos abandonados a su suerte en otro estado de irrealidad. Se empezó a parar en cada pintura o escultura ensimismado, como en otros tiempos lo había hecho ante el David o el Moisés de Miguel Ángel durante horas. Me vino la sonrisa de golpe, me sentía bien, veía que mi abuelo disfrutaba otra vez pensando en lo que veía. Vamos a la planta de arriba- le dije. No quiero- Me contestó. Por qué pensé yo, si todo marcha bien, si estamos aquí, como dos turistas más apreciando el arte como pocos son capaces de apreciar. Levanté los ojos y lo vi. Varias caras escrutando a mi abuelo. Estaba tan preocupado de que no se cayera al suelo que no me había dado cuenta. Le miraban como a un enfermo, como a un loco, como a un malvado me atrevería a decir. Infames ojos llenos de ingratitud y estulticia. Infames miradas llenas de odio. Vámonos, le contesté. Y nos fuimos, y yo descubrí de golpe la verdadera raíz de la crueldad humana.
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