Ahí estás. En tu celda. Sin más compañía que la asfixia de cemento y metal que da forma a tu único lugar en el mundo. Te recuestas contra la pared, junto a la herrumbre de tu camastro apolillado. Por el ventanuco entre la luz del sol. Una luz blanca, difusa, ahogada. El último aliento de un mundo que es probable que no vuelvas a ver jamás. Tienes la boca seca y el cuerpo empapado en sudor. El desierto te manda recuerdos, hijo de puta. El calor empieza a arrancar de tu piel un olor intenso, rancio, animal. Un hedor al que ya te has acostumbrado hace meses. Cierras los ojos y te dejas ir. Y ya no estás en esa prisión. Has vuelto atrás. Al pasado donde escondes tus secretos. A los momentos en que dejaste al ser humano que una vez tal vez fuiste y abrazaste al monstruo. A esos lugares que decidiste marcar en tu mapa como sitios donde enterrar el tesoro de la inocencia. Sonríes. Tus labios cortados se retraen como cuero rajado, dejando ver tus encías moradas y dientes del color del pus. Y tu risa se va llenando de llantos agudos y gritos desgarrados, de pieles suaves y carnes blandas, de cuerpos pequeños entre manos grandes, de rostros sin apellidos llenos de tu nombre. Ellos. Ellas. Uno a uno. Todos. Tus niños. Para cuando te das cuenta, tu mano se ha perdido dentro de tus pantalones y tienes la boca abierta y la lengua húmeda moviéndose como un pez moribundo fuera del agua. Y ríes. Ríes triunfal. Bailas sobre los añicos de otros que nunca pudieron hacer nada contra ti. Tu victoria, su tragedia. Tu éxito, el fracaso del ser humano. Y conforme empiezas a manchar con tu semen tus manos, te sientes poderoso. Te podrán haber privado de tu libertad, pero jamás te quitarán tus recuerdos, tus sensaciones, los ecos de las almas que reventaste alzándose en tus entrañas como fantasmas reptando por un pozo.
Y entonces, el carcelero aparece en la puerta. Indulto. Alguien que se acuesta en camas libres de escrúpulos ha decidido dejarte libre. Alguien a quien nunca le salpicará la desgracia te devuelve un derecho que merecidamente perdiste. Tu cara borra toda expresión por la sorpresa, por el absurdo, por lo inesperado. Y luego estallas en una carcajada. Una risa histérica, feliz. El mundo se vuelve a abrir para ti. Y en él, nuevos nombres, nuevos cuerpos, nuevas vidas que quebrar para tu íntimo, salvaje y secreto placer.
Sales y te fundes en el relámpago del sol con una sonrisa en los labios. Ahora ya sabes que la suerte siempre está dispuesta a guiñarle un ojo al diablo.
No hay comentarios :
Publicar un comentario