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Arthur Sorkin, de profesión famoso,
era un rico estadounidense al que alguna extraña circunstancia le
había traído a mi pequeña ciudad. Siempre bien trajeado y con
barba de tres días, no podía evitar que las mujeres cayeran
rendidas al conocerle, como tampoco podía impedir la firme censura
de las que ya habían tratado con él.
Muchas fueron las veces que le
preguntaron, “¿Cuándo aparecerás con una chica formal, Arthur?”
Él soltaba una risotada, “¿a quién iba a poder amar yo?”, como
si la simple idea de un romance le repulsara. Luego imitaba el
sonido de un escalofrío, en un intento de desprenderse del mínimo
atisbo de sentimiento que se le hubiera pegado a la piel.
Era una persona verdaderamente
inquietante. Una noche de Agosto, en una discoteca que había junto
al Campo del Príncipe, salió a fumar a la plaza vacía. Se quedó
un largo rato mirando a la luna, con ojos de profunda incomprensión,
como si esperara que las cosas a su alrededor se diluyeran entre
terribles gotas de ácido. Apuró el cigarro y se lo apagó en el
antebrazo. “Duele”, me dijo antes de volver adentro. Lo primero
que pensé fue que debía de estar loco, pero con el tiempo me di
cuenta de que su dolencia era todavía más profunda.
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A pesar de tantos años y tantos
encuentros, no comprendí que Arthur Sorkin era uno de esos hombres
excepcionales hasta la última noche que pasamos juntos. Estaba
frente a la misma discoteca, esta vez sin cigarro y sin luna a la que
admirar, con las manos en los bolsillos dándole patadas a una
piedra. En cuanto me vio, me obligó a sentarme en un banco junto a
él. Empezó a hablarme de finanzas y nuevos proyectos, de una vida
con objetivo y lugares extraordinarios.
–No sé si seré capaz de hacerlo. A
veces pienso que estoy demasiado cerca de mí mismo. Eso asusta a
cualquiera.
Poco a poco su voz se fue extinguiendo,
la discoteca cerró y la noche se quedó vacía. Entonces comenzó a
repetir en un susurro: ¿a quién iba a poder amar yo?, y lo dijo
tantas veces y con una cadencia tan armónica, que se le olvidó de
lo que estaba hablando. Me miró sin reconocerme, o sin reconocerse a
sí mimo, y preguntó, en un doloroso momento de revelación: ¿quién
iba a poder amarme a mí?
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