Las putas roncan. La habitación era una letrina de
petróleo, estaba a punto de vomitar media botella de Bourbon y en su cabeza rechinaba la resaca, pero a Bob Boswell lo
que más le llamaba la atención a las cuatro de la mañana es que la putas
roncan, al menos la que se acababa de tirar. Había olvidado dónde había dejado
su camisa hawaiana y sus bombachos. Había olvidado dónde había tirado sus
chanclas. Había olvidado dónde había perdido el reloj. Había olvidado qué había
hecho con su anillo de casado. Había olvidado si la mesilla de su lado tenía
lámpara. Pero ahí estaba Bob Boswell, de pie, junto a una cama sudada, en un
motel de carretera, maravillado por los ronquidos de una puta cuyo nombre no
recordaba. Su cuerpo fondón avanzó borracho de oscuridad por el lateral de la cama, arrancando un siseo de la moqueta mohosa. Quería encontrar su ropa
pronto porque nada frío es bueno y mucho menos el sudor que lustraba sus lorzas. De pronto, su caminar zombi se detuvo cuando una prenda se enredó en
su pie derecho como un alga. Se agachó, reprimió una arcada y la palpó.
Mis slips, pensó. Agarró la prenda e introdujo torpemente el pie izquierdo por el
agujero mientras hacía aspavientos de funambulista al borde de la tragedia. A Bob Boswell
nunca se le dieron bien los agujeros. Luego intentó repetir la operación con el
pie derecho. Un golpe seco resonó en el cuarto.
A la mañana siguiente, ella se había ido, pero Bob
Boswell continuaba en la habitación, dormido en la moqueta, con la cabeza sobre
un charco de baba, el culo en pompa y las bragas de una puta cuyo nombre no
recordaba encadenadas a sus muslos.
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